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VALES DEL PERÚ NACIENTE: UNA REPÚBLICA EN DEUDA (1833–1834), por Joaquín de los Ríos

Hay documentos que no pesan por su gramaje, sino por el país que reflejan. Tres de ellos, emitidos en Lima entre 1833 y 1834, sobreviven como fragmentos  de una República en construcción. Son vales fiscales originales, expedidos por la Dirección de Consolidación y la Caja de Amortización, firmados por el recaudador Pedro Ofarelli. No son piezas decorativas: son prueba escrita de un Estado que siempre debía más de lo que podía pagar.

A simple vista, son mandatos de cobro por 30 pesos cada uno. Pero en sus líneas hay algo más: la intención de construir una administración pública frente al desorden. Cada vale representa no solo una deuda sino una promesa política y moral: la joven República reconocía lo que debía y que, algún día, pagaría.

Tras la independencia el Perú no fue estable, vivió en el caos. El vacío dejado por el Virreinato fue llenado por caudillos ávidos de poder, intereses regionales y visiones incompatibles sobre el país. Entre 1824 y 1833, el Perú vivió bajo gobiernos de facto, dictaduras y constituciones efímeras. La presidencia vitalicia de Bolívar, las ambiciones de Gamarra fragmentaron la nación.

En este clima de guerra constante, el Estado siguió funcionando gracias a empréstitos forzosos, contribuciones extraordinarias y confiscaciones. La deuda pública interna crecía sin contabilidad clara, alimentada por compensaciones pendientes a veteranos, a instituciones religiosas expropiadas y civiles que habían prestado fondos para la causa patriota. Es en ese contexto de desorden prolongado es que los vales emergen como medio para reconocer, formalizar y, algún día, pagar estas obligaciones. La administración fiscal era precaria. La moneda escasa. Los ingresos insuficientes. La solución: emitir vales fiscales, documentos por los cuales el Estado reconocía su deuda con ciudadanos, corporaciones religiosas o patronatos civiles. No era una política de expansión, sino una medida de contención.

Estos vales eran títulos de deuda interna, endosables, transmisibles y, en ciertos casos, con intereses. Eran útiles en una economía sin liquidez, donde la fe pública era el único respaldo. Se usaban para registrar obligaciones del Estado con quienes no habían recibido pago efectivo por sus propiedades o servicios. Funcionaban, en los hechos, como una moneda paralela.

Los tres documentos aquí conservados llevan la firma de Pedro Ofarelli, recaudador oficial. Fueron emitidos entre 1833 y 1834. Uno ordena recaudar 30 pesos por réditos devengados a favor del Patronato de Olave; otro, vinculado al Patronato de Zelayeta, lleva la anotación manuscrita “Conventos suprimidos”, luego tachada. Esa pequeña corrección a mano da cuenta del carácter humano, incierto e improvisado de una burocracia que intentaba registrar compromisos sin tener cómo cumplirlos. Un tercer vale hace referencia a propiedades en la calle del Tigre. Todos los casos retratan lo mismo: un aparato estatal endeudado con los vivos y con los muertos, con los patriotas y con los conventos, con la República y con el Virreinato.

La Dirección de Consolidación centralizaba las obligaciones del Estado con sus acreedores internos. La Caja de Amortización debía registrar y canalizar los pagos. En teoría, eran órganos de control fiscal. En la práctica, archivos de promesas postergadas. La mayoría de estos vales nunca fueron cancelados. Se acumularon durante dos décadas, esperando que el país tuviera alguna vez los medios y la voluntad política de responder.

En 1853, el presidente José Rufino Echenique propuso consolidar la deuda interna, convertir los vales en bonos respaldados por los ingresos del guano. El objetivo era saldar las cuentas pendientes desde la independencia. Pero la ejecución fue escandalosa. La deuda estimada en seis millones se triplicó. Aparecieron vales falsificados, firmas adulteradas, reclamaciones fraudulentas. Se favoreció a los cercanos al poder. Se ignoró a los acreedores reales. El resultado: inflación, descrédito y el colapso del régimen. Lo que pudo ser un acto de justicia terminó como un símbolo de corrupción. 

El Estado peruano ha seguido emitiendo promesas en papel que no cumple: a los bonistas agrarios, a los jubilados, a los fonavistas, a los proveedores en emergencia. Cambian los documentos, cambian los gobiernos, pero no cambia la lógica de fondo. 

Estos vales no son piezas de museo. Son advertencias. Mientras la firma valga menos que el sello, y la palabra menos que la necesidad política del momento, la república seguirá siendo un proyecto inconcluso. Y mientras eso no se corrija, la deuda más grande seguirá siendo moral.

El Perú cambiará de verdad, y quizá por primera vez en toda su vida republicana, el día en que el Estado deje de estafar al ciudadano, y el ciudadano deje de estafar al Estado. Cuando ambos asuman que el deber no es una carga ajena, sino el fundamento de la convivencia. Cuando la educación forme ciudadanos con valores, no solo con títulos. Y cuando la firma en un documento, como en aquellos viejos vales, vuelva a significar lo que debería: palabra cumplida.

Imágenes: Colección personal JRT

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