Por Joaquín de los Ríos
Entre los muchos papeles que el tiempo no ha borrado, pocos revelan tanto con tan poco como una factura escrita en Lima el 28 de junio de la década de 1870. Emitida por la Librería Clásica y Científica, va dirigida al señor Juan M. Rivas por la impresión de sesenta esquelas con otros tantos sobres. El total era tres soles. La aparente sencillez del documento es solo la primera capa. Tras la solemnidad de su caligrafía y la tipografía decorada de su membrete, se despliega la imagen de una ciudad que empezaba a sofisticarse sin perder la elegancia.
Originalmente, ¿el membrete indicaba calle de Melchor Malo número 14?, pero ese nombre fue tachado y reemplazado a mano por “Zamudio”. El último dígito del número también fue corregido, con unos cero trazados cuidadosamente sobre otro número impreso, probablemente un dos o un seis, quedando finalmente como Calle de Zamudio número 140. Estos cambios no son un detalle menor. Reflejan un ajuste consciente a una toponimia que estaba en transición. La misma vía del vecindario central cambió de nombre, primero por la herencia nobiliaria de Melchor Malo de Molina, marqués de Monterrico, y luego, por uso popular, adoptó el nombre de Zamudio. Algunos cronistas atribuyen ese nuevo nombre a una repostera limeña cuyos dulces habrían sido célebres en esa cuadra. No hay registro fehaciente sobre ella, pero la tradición oral y los usos urbanos la conservaron en el lenguaje cotidiano.
La librería no era un simple punto de venta. Según su membrete, ofrecía libros de religión, historia, literatura, ciencias, derecho, medicina e ingeniería, además de artículos escolares y útiles de dibujo. Pero no solo vendía libros. También imprimía. Lo hacía con cuidado y con clientes que sabían valorar el tono exacto, el papel elegido, el número justo. Fue responsable de la edición de publicaciones como la Galería de retratos de los arzobispos de Lima, que abarca desde 1541 hasta 1891, y los Anales del Primer Congreso Católico del Perú, publicados en 1897. También imprimió la revista América Ilustrada, en cuya administración figura el nombre de Jorge J. Outrans, que coincide con la firma manuscrita al pie del documento. Hacia 1890, la empresa trasladó su local a la calle de la Unión número 364, en el corazón comercial de la ciudad.
El documento va dirigido a Juan M. Rivas. Inicialmente leí Bibas, pero analizando el trazo, en particular la forma de la R cursiva decimonónica, considero que se trata de Rivas. No he identificado con certeza a qué persona corresponde, aunque el encargo sugiere a alguien con cierto nivel de instrucción y responsabilidad social. Podría haber sido abogado, funcionario o comerciante, perteneciente a la clase media ilustrada limeña.
La frase “sesenta esquelas con otros tantos sobres” revela un encargo formal alineado con prácticas sociales de la Lima republicana. Esquelas y sobres eran instrumentos para comunicar sucesos o expresar gratitud de manera pública y solemne. Se imprimían en papel fino, muchas veces con bordes negros, y se entregaban o enviaban en sobres discretos. Pedir ambas cosas juntas formaba parte del protocolo social de la época. El documento no precisa si se trataba de una esquela fúnebre, de agradecimiento o de invitación religiosa; lo cierto es que fue un impreso cuidadoso, realizado bajo un propósito significativo y ritualizado.
El monto total del encargo fue de tres soles. En los años 1870, el sol peruano equivalía aproximadamente a 0.93 dólares estadounidenses. Tres soles eran cerca de 2.8 dólares de esa época, lo que ajustado por inflación equivaldría hoy a entre 60 y 90 dólares. También es posible calcularlo por consumo. Una arroba de carne costaba entonces poco más de tres soles, y ese mismo volumen costaría hoy cerca de 200 soles. Así, el valor estimado del encargo rondaría entre 200 y 300 soles actuales. Se trataba de un monto razonable para un trabajo personalizado y bien hecho.
Esta factura breve, corregida con pulso exacto, firmada con trazo firme y escrita con un lenguaje sobrio, documenta más de lo que aparenta. En ella caben una ciudad que hablaba con propiedad, un comercio que no necesitaba explicarse, una elegancia sin alarde y una forma de vivir donde hasta lo más mínimo tenía su sitio y su medida. El número enmendado, la dirección corregida, los sobres contados, la firma sin rodeos. Todo está ahí. Y sobre todo, está el país.
Porque también hay patria en un recibo antiguo. En el respeto por las formas. En la belleza de lo exacto. En la letra bien trazada de una Lima que aún creía en sí misma. Y si alguna vez supimos vivir así, no está todo perdido. Basta mirar lo que fuimos para recordar lo que aún podríamos ser.
Imagen: Colección personal JRT