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«La muerte del Papa Francisco: en la tensión, la promesa»; por Joaquin de los Ríos

Necesitamos un pastor con corazón de padre y firmeza de maestro

Ha muerto el Papa Francisco. Con él concluye un pontificado que no dejó indiferente a nadie. Fue un pastor que rompió inercias, un jesuita que incomodó desde el centro, un hombre que entendió que a veces la Iglesia necesita dejar el Palacio para volver a la calle. No fue un Papa fácil para muchos de nosotros. Fue valiente en muchos gestos, pero en otros pareció tibio. Calló cuando pudo hablar más claro, y en lugar de disipar confusiones, muchas veces las acentuó con un lenguaje ambiguo que el mundo no supo o no quiso interpretar bien. Y quizá por eso, su muerte nos obliga a mirar con seriedad lo que significó su paso: para la Iglesia, para el mundo, y para nuestra propia fe.

Desde el comienzo quedó claro que Francisco venía a remover estructuras: eligió la residencia de Santa Marta en lugar del Palacio Apostólico; cambió el tono de la diplomacia vaticana; insistió en la misericordia como llave pastoral. A muchos nos desconcertó su estilo. Su lenguaje más próximo a la parábola que al dogma nos pareció, en más de una ocasión, peligroso en tiempos de confusión. Y sin embargo, esa misma cercanía fue para otros un primer encuentro con el rostro real de la Iglesia. Aunque a veces sus palabras generaron confusión, también es cierto que hubo quienes aprovecharon esa ambigüedad para manipular su mensaje y debilitar desde dentro a la Iglesia, usando su figura como escudo para agendas que nada tienen de evangélicas.

Soy católico, conservador en lo doctrinal, pero sensible al sufrimiento de los demás. Me dolieron algunos de sus gestos, sus silencios, sus énfasis. Me dolió especialmente la forma en que limitó el rito antiguo, no solo por la medida, sino por el modo. Pero sería injusto negar que también me hizo pensar, rezar, revisar mis propias comodidades. Porque un Papa no está para confirmarnos en nuestras rutinas, sino para llevarnos más cerca de Cristo. Y eso, incluso en el desacuerdo, lo logró.

Francisco no fue Juan Pablo II, ni Benedicto XVI. No tuvo su rigor teológico, ni su liturgia solemne, ni su claridad doctrinal. Pero tuvo algo que no se puede impostar: la convicción de que el Evangelio debe llegar también a los márgenes. Fue el Papa de los gestos proféticos, de las periferias, del encuentro con los heridos. Algunos vimos en él demasiada concesión. Otros encontraron por fin un eco pastoral. La tensión que generó no debe negarse: debe leerse como un signo de que la Iglesia es más grande que nuestras etiquetas.

En lo personal, mi fe no es perfecta. No soy un católico de misa diaria, ni un defensor de la fe desde la trinchera ideológica. Pero amo a la Iglesia, incluso cuando no la entiendo. Y como hijo que a veces se distancia, pero nunca se desentiende, quiero mirar este momento no con reproche ni ingenuidad, sino con gratitud serena. Porque si algo ha demostrado la historia de la Iglesia, es que la santidad y la debilidad pueden convivir en una misma silla. Y que lo esencial no lo determina el estilo del Papa, sino la fidelidad a Cristo.

Hoy la Iglesia está herida. No solo por los escándalos, las tensiones internas o el descrédito externo. Está herida porque el mundo entero atraviesa una fractura espiritual. Pero sigue en pie. Porque su fundamento no es la figura del Papa, sino la promesa de Jesús: “Yo estaré con ustedes todos los días hasta el fin del mundo”.

Francisco muere en un momento bisagra: con un mundo polarizado, con un catolicismo fragmentado, con la necesidad urgente de volver a lo esencial. Quien venga después no podrá ignorar las fisuras, ni repetir fórmulas. Necesitamos un pastor con corazón de padre y firmeza de maestro. Que no tenga miedo a corregir ni a consolar. Que no niegue la verdad ni la diluya en gestos vacíos. Que no confunda apertura con confusión, ni tradición con cerrazón.

Francisco ya está ante Dios. Nosotros seguimos aquí, entre el duelo, el balance y la esperanza. Su legado será interpretado de muchas formas. Algunos lo canonizarán demasiado pronto. Otros lo descalificarán con dureza. Yo prefiero mirarlo con la piedad con la que uno mira a un hombre que llevó sobre sus hombros una carga inmensa. Que acertó, que se equivocó, que amó. Y que en medio del ruido, nos dijo con su vida algo que no debemos olvidar: que la Iglesia no es un museo de ortodoxias, sino una madre que aún quiere abrazar.

Rezamos por su alma. Y rezamos por nosotros. Lo más que podemos. Porque si algo nos queda claro al despedir a un Papa, es que los hombres pasan. Las tensiones también. Pero la promesa permanece.

Requiem aeternam dona ei, Domine (Concédele el descanso eterno, Señor). Y que el Espíritu Santo nos conduzca, como siempre, más allá de nuestros planes, hacia el corazón de Dios.

Los papas pasan. Pedro permanece. Y Cristo no abandona la barca.

Joaquin de los Ríos

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