“Viejo, mi querido viejo”… Por Octavio Huachani Sánchez

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Tenía la mirada sosegada. Sosegada como las tranquilas campiñas de su lejana tierra o las parsimoniosas aguas del riachuelo que silente discurría por el borde de su chacra. Se llamaba Manuel y arribó a Lima cuando frisaba los 20 años. Era joven aún. Llegó desde su natal Chuquibamba, un modesto distrito de la provincia de  Condesuyos, Arequipa, donde su familia, como gran parte de la población, se dedicaba la agricultura.

Traía como equipaje una pequeña maleta -donde guardaba con celo sus libros y varias ediciones de la revista Selecciones-, una desgastada vihuela de doce cuerdas y muchos sueños.

Días antes de partir subió hasta la cima del morro El Calvario cuya altura le permitía una hermosa vista del valle de los alrededores. Y por supuesto visitó la antigua catedral de Chuquibamba donde fervoroso oró por el bienestar de la familia que dejaba.

Sus primeros pasos por la capital fueron para conocer aquellos lugares del que siempre le habían hablado. Quedó maravillado. Sin embargo a los pocos días sintió que una extraña sensación que combinaba su pasado con el futuro, la alegría con la nostalgia, empezaron a envolver sus días.

Después de todo cuando uno deja su pueblo, abandona parte de su vida, de su historia, de su pasado, lo que trae como consecuencia que los amaneceres se hagan opacos.

Pero se había trazado una meta y al día siguiente salió temprano en busca de trabajo. Iba optimista.

Sin embargo, como le sucedió a la mayoría de provincianos, la realidad les hizo ver que las ilusiones que lo trajeron a la capital eran solo eso: ilusiones y que la realidad era otra.

Notó que Lima era una ciudad que a veces se mostraba tan fraterna como impía, tan mística como transgresora y que las oportunidades laborales eran escasas, sobre todo para la gente provinciana.

Entonces se convirtió en un mil oficios. Hasta que conoció a unos jóvenes como él, -Desiderio, Teófilo, Camargo-, que eran provincianos como él. Ellos lo invitaron a trabajar como vendedor de los chocolates “Vrovi” en los cines de barrio.

Luego, para ahorrar y compartir gastos, entre los cuatro alquilaron un amplio departamento en el tradicional barrio de Monserrate, en el cercado de Lima.

Meses después cada uno tomó rumbos laborales diferentes. Mi padre empezó a trabajar en un oficio que no le era ajeno:  cocinero (que hoy los huachafos llaman chef) en el restorán de un japonés que estaba ubicado en el Jr. Andahuaylas, en el Mercado Central que entonces era de madera.

Con el tiempo, papá y Camargo consiguieron pareja. Entonces Camargo se mudó a Magdalena del Mar mientras papá se quedó a vivir con mamá Corina y sus amigos. Desiderio era oriundo de Casma y Teófilo de Huancayo.

En el restorán papá se encargaba de los saltados. En ese tiempo las cocinas de esos establecimientos funcionaban con petróleo.

Recuerdo que no fueron pocas las veces me tiré “la vaca” del colegio para observarlo cocinar. Era increíble como dominada la enorme sartén. No solo en los saltados también el preparar y dar forma a los tacu tacus.

Además de la lectura mi padre era amante de las caminatas largas. Recuerdo que, cuando yo tenía ocho años y estaba de descanso, me tomó de la mano y me dijo “Ven vamos a conocer Lima”.

Y así fue. Fueron muchos los lugares que recorrimos juntos. Yo maravillado y el explicándome al detalle sobre los monumentos, edificios, parque, iglesias, etc. Pero los recuerdos más gratos son las playas de recorrimos. Mirar el vaivén de las olas, correr descalzos al borde de las olas, dejar nuestros nombres en la arena o traer piedras de diferentes colores y tamaños de La Punta, era un placer.

Tenía apenas 36 años cuando una grave enfermedad lo postro en una cama del hospital Dos de Mayo. Recuerdo que mi mamá Corina lo visitaba diariamente y que yo la acompañaba. Como solo contaba con doce años me quedaba esperando en el patio de entrada. A su salida mamá me contaba que había preguntado por sus cinco hijos y pronto estaría en casa. Así fueron pasando los días hasta que en cierta oportunidad mamá demoró más de lo usual y cuando salió estaba acompañada de una monjita que intentaba consolarla. Tarea inútil: mamá lloraba a mares.

Era un 22 de agosto de 1955 y desde entonces vivo extrañándolo. A veces después de recorrer las mismas calles que juntos andamos, llegó a casa, beso su retrato y me pongo a llorar.

Te extraño pá…