“Gladys y el mar”… Por Octavio Huachani Sánchez

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-Que hermoso, atinó a decir.

Estaba emocionada.

El olor a arena húmeda, la traviesa brisa que jugaba con su cano cabello y las gotas de un rocío salobre que perlaban su rostro, la devolvieron a aquella inocente alegría de sus años primeros, de sus años mejores.

Y entonces sintió que era una niña.

Era una niña.

Si, como aquella pequeña, que 77 años antes, había nacido en Huarmey, una emergente ciudad portuaria donde su familia, como la mayoría de los pobladores, se dedicaba a la pesca artesanal.

Y cuando, alborotadas, un grupo de gaviotas, que afanosas habían hurgado en la arena, levantaron vuelo para surcar  los cielos hacia el mar inmenso, sintió que también sus recuerdos  empezaron a alborotarse, y a volar, pugnando por cobrar vida.

Entonces recordó que allí, en su Huarmey querido, todos los fines de semana, junto a sus hermanos alistaban bártulos y utensilios que empezaban a acomodar en la vieja camioneta Ford a manivela de su padre, para luego partir en busca de la playa más alejada de la urbe y, una vez ahí, ponerse a trotar descalza bordeando la orilla del mar, sintiendo como las olas acariciaban sus pequeños pies hasta terminar rendidas a su paso.

La playa escogida era Tuquillo, una zona apacible, ajena al gentío y al ruido urbano, cuyas mansas aguas de color turquesa, le permitía observar como los peces retozaban tranquilos y sin mostrar temor por su presencia.

Mientras sus hermanos buscaban leña, mamá Rosalía acomodaba ollas y sartenes a la espera que su padre, que se había hecho a la mar, trajera los peces y mariscos que su madre cocinaría con amoroso afán.

Si, Tuquillo era su paraíso soñado.

Y ahora, seis décadas después, estaba de retorno a sus pagos: a su añorado Huarmey, a Tuquillo y sus hermosas playas.

Dominada por la emoción y los nervios, demoró en animarse a posar sus pies sobre la cálida arena donde había dejado enterrados muchos recuerdos, cuando se enteró que su madre había decidido trasladarse a Lima en busca de un mejor futuro para sus hijos.

Al contacto con la arena, Gladys sintió que poco a poco, todos sus recuerdos acudían en tropel a su mente y mientras sus ojos iban recorriendo sus cristalinas aguas, su sonrisa iba floreciendo.

Regresar a su Huarmey añorado y a “su” playa, hicieron el milagro de retomar añosos recuerdos que algunas veces su fragmentada memoria le negaba el acceso.

Y otra vez se sintió invadida por esa felicidad, que sabía sería efímera pero que guardaría en su corazón, un lugar donde los olvidos no ingresan porque está lleno de sentimientos.

Entonces levantó su cabeza para sonreírle a su hijo Luis Martín quien estaba tras de ella empujando la silla de ruedas donde la trasladaban desde hace varios años.

Luego Gladys se quitó las gafas oscuras para deleitarse observando el vaivén de las olas que iban y venían como ahora lo hacían sus recuerdos. Pero sin la frecuencia ni la frescura de ellas.

Recordó que la diáspora de su familia se inició  cuando Luis Martín fue becado para estudiar ingeniería mecánica en Rusia y que años más tarde se trasladaría a Suecia y que después uno a uno fueron viajando sus otros tres hijos hacia ese país.

Y que ahora ella vivía en el centro de Estocolmo en una casa de reposo llamada Kavat Vart AB que era una suerte de condominio donde habitaban ancianos en casas individuales.

Pero pese a todas las comodidades y los adelantos tecnológicos para tratar a los adultos mayores nunca dejó de pensar en su Huarmey querido.

Pero cuando sintió que aquellos recuerdos se demoraban en aparecer le dijo a sus hijos que su mayor y único deseo era recorrer por aquellos lugares donde pasó su niñez.

Y ahí estaba, paseando por la playa de nuevo, sintiendo que las brisas de su niñez acariciaban su rostro. “Quizás sea la última vez pero nadie me quitará la felicidad de este momento” les dijo a sus hijos.